Poco a poco sus palabras fueron describiendo las dulces sensaciones que experimentaba aquel tonto. Sus palabras, como susurros en una noche clara, volaban hacia el cielo hasta confundirse con las estrellas. Cada letra, cada palabra y cada oración eran perfectas, como si hubieran sido hechas solo para esa carta.
Su mano y su pluma se habían convertido en una, y trabajaban ya sin poder detenerse, mientras sus ideas surgían de un corazón enamorado. La chica, ella era perfecta, era “la persona para él”.
Y escribió: “Tus palabras son muchas ya las razones también, y sin embargo, mías son solo dos: te amo.” Escribió como loco pero sus pensamientos eran claros, tan puros como un niño.
Eran demasiados sus sentimientos, que no cabían en una poesía, los versos solo limitarían las palabras del alma. “Todo por un beso”, escribió, “todo por estar contigo”. Aunque ya no importaba su respuesta, era solo la expectativa de decir “te quiero” lo que mantenía con vida a aquella motivación.
Sus ojos cada vez estaban más húmedos, y casi no le permitían ver lo que escribía, pero sabía que si se detenía ahora jamás terminaría esa carta. Las horas pasaron desde que el escribía y de pronto se dio cuenta de que no sabía como terminar. Se asustó porque creyó que todo lo que había escrito no tendría sentido sin un final.
Pero su amor era verdadero, y confió en el así que concluyó con la definición más exacta de felicidad que pudiera existir: “tu nombre”. Por fin una lágrima escapó de sus ojos… terminó.

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